miércoles, julio 06, 2005

Lo Circular de las Cosas


“She looks like the real thing
she tastes like the real thing
my fake plastic love”
T.Y

Se va a caer, se va a estrellar contra el suelo y se va a poner a chillar. La tranquilidad de las circunstancias se verá alterada de un momento a otro, y los cuellos se retorcerán para que las decenas de cabezas volteen y descubran el origen del chillido, ese chillido que me estará retorciendo el corazón.
“...por eso hermanos, deben ser perseverantes en la fe y no dejarse...”, pronuncia solemnemente el cura, mientras la observo encaramarse en el banco. “Se va a caer”, pienso desviando la atención de los inclementes ojos que me observan desde el crucifijo. La iglesia está repleta (pareciera que fuera semana santa) y el canto del coro se multiplica por miles. El tiempo parece arrinconarme hacia una pared que yo mismo he inventado. No puedo escaparme, sus labios me amenazan a donde quiera que vaya. “...no vayan a...cuidado con...no salgan a...”, y la boca del cura gesticula más y más frases que la gente repite minuciosamente.
Se va a caer y no haré nada, eso lo sé muy bien. Se caerá como un árbol milenario recién cortado, mientras la madre repite incontables letras que aniquilan los males del corazón, pero sólo por momentos. Si, sólo por momentos, porque al salir cada uno de los presentes seguirá su camino sin cruzarse en el del otro, cuidando su territorio rodeado de cercas fantásticas que los protegen (eso creen). La pared se acerca cada vez más y tiene los mismos ojos que me miraron el otro día en la plaza. La madre se ha arrodillado siguiendo las instrucciones del cura que ha cesado de ametrallar con sus palabras. La muchachita me mira y en ese mismo instante beso a Isabel en la boca, en medio de una plaza, a pesar de sus esquivas respuestas. La beso y siento su lengua como un ancla que ansiosamente busca un fondo. La estoy besando, en medio de una céntrica plaza, y a la vez maldigo al viejo que nos está observando desde la banca de en frente. Está corriendo un fuerte viento y quiero quedarme para siempre, sintiendo sus labios agolparse junto a los míos. Estoy acariciándola y me sigue besando, pero el viejo se ha ido. “Se va a caer”, pienso, y veo otra vez a la muchachita encaramándose en la larga banca de la iglesia. Ya no siento la pared y mis labios saben a los suyos. El cura está de espaldas frente a la imagen que cuelga de la pared. La madre aferra su rosario, mientras la muchachita se aferra al madero que la separa del frío suelo. Se muy bien que se caerá, pero no conozco el momento. No he vivido esto antes, sin embargo se muy bien cómo va a caer. Lo hará de espaldas; primero doblará su columna y una mueca de espanto se incrustará en mi rostro, luego azotará la cabeza entre las sucias botas del viejo que se sienta atrás. Un hilo de sangre brotará de su frente, mientras su madre sigue aferrada al rosario, justo en el momento en que el viejo ha vuelto a la plaza sin que Isabel ni yo nos demos cuenta. Se ha acurrucado en mis brazos para protegerse del fuerte viento que se ha acumulado en medio de la plaza. No la conozco de mucho, pero parece que hubiera nacido conmigo. Mis labios partidos intentan descifrar el mensaje oculto de su boca, sin embargo ha sido inútil, quizás esa sea la causa del por qué me muero por besarla. Se ha aferrado a mí y no voy a soltarla, voy a besarla hasta que se me duerman los labios. “No te caerás”, le digo al oído, mientras sonríe asustada. Mis ojos se han vuelto a abrir y la mujer me ruega que haga algo. Ya ha sucedido todo lo que había advertido, no aquí, sino que en otro lugar, un lugar que no recuerdo. Miro a mi lado pero Isabel no está, en su puesto hay una niña que llora. El cura se ha detenido y ahora está de frente dando más instrucciones. La muchachita está tendida en el piso y su madre, sin soltar el rosario, intenta levantarla. Siento una histeria reprimida en todo el cuerpo y quiero gritar, gritar que nos está mirando, sí, nos está mirando Isabel; está ahí ¿no lo ves? ¿Que no? ¿Cómo que no? Ahí está riéndose de nosotros. Isabel se ha enderezado en la banca buscando la fantasmal figura que nos amenaza. Ahora está de frente y gesticula aún más, entre coros de voces que me atormentan. He comenzado a gritar y sus caras de sorpresa intentan callarme. El coro se ha detenido y el cura frunce el ceño envuelto en su estola verde, verde como los ojos de la muchachita que está sentada junto a su madre sin rastro de rasguño en su tierna y menuda frente. El viejo de las botas sucias no está y el puesto está vacío. Todavía me siguen mirando y decido retirarme sin disculparme con excusas de las cuales podría arrepentirme (no quiero parecer cortés). El viejo se ha ido e Isabel me sonríe irónicamente. El viento se ha calmado y una suave brisa seca mi transpiración. Charlamos de Cortázar y de música, de su vida y de la mía. A mi lado está Isabel, secando sus lágrimas con mi camisa. Ha llorado de rabia, y desesperada ha dicho que soy su única salida. Salimos de aquella plaza; ella tranquila y yo inquieto, buscando la extraña presencia del viejo que se ha perdido por la calle. Isabel está triste y le hablo de algo divertido. Ha vuelto a sonreír y le he vuelto a robar otro beso. Nuestras lenguas se vuelven a juntar sellando un pacto eterno que me aterra. Hemos entrado a la Iglesia Catedral en busca de paz y adentro parece librarse una batalla infernal. Afuera hay una ambulancia vieja que tiene apagada su baliza. Isabel ha vuelto a ponerse triste y su mano ha soltado levemente la mía, mientras un tipo sale de la pequeña basílica ofuscado y despeinado. El tipo se ha parado frente a Isabel y le ha dicho que la ama, para luego salir llorando por la ancha puerta. La misa ha continuado e Isabel me ha pedido un tiempo para estar sola. El cura habla de extraños sucesos y de las magníficas obras de Dios, mientras una pequeña niña me sonríe encaramada en la banca de enfrente. “Se puede caer”, pienso, mientras espantado le doy la paz a mi más cercano prójimo, el mismo viejo que nos ha estado observando en la plaza.

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